viernes, 5 de abril de 2013

Un paseo por algunos recuerdos

Como soy nueva en esto de los blogs y los post, voy a dejarme llevar un poco y escribir sin pensar demasiado. Poco a poco iré centrándome más en temas concretos.
Comenzar diciendo que soy enferma de artritis idiopática juvenil desde los 9 meses de edad y que pertenezco a la Asociación Sevillana de Pacientes con Artritis Reumatoide (ASEPAR).

Siendo sólo una niña aprendí el valor del esfuerzo casi sobrehumano, del “imperativo legal”, del SÍ porque si, sin más: Levantarme, asearme, vestirme y llegar a mi colegio que estaba a 30 metros de mi casa era un auténtico calvario. Lo único que sabía es que quería ir a clase. Muchas veces, eso suponía hasta una discusión con mi madre que no quería que fuese en esas condiciones, aunque, al final, terminaba apoyándome y ayudándome en todo, claro.

Cada paso que daba era tortuoso, mis articulaciones rígidas, inflamadas, ardiendo y con muchísimo dolor hacían que no me pudiera concentrar en otra cosa. Sin embargo, cada paso que daba pensaba, ya estoy llegando. Cuando, por fin, me sentaba (con mucho trabajo) en mi mesa, suspiraba aliviada. Aún recuerdo la mirada de todos mis compañeros, una mirada de no entender nada, pero la mirada de Doña Encarna, mi querida profesora, era de dolor compartido.

Días como esos no salía ni al recreo a jugar (qué digo a jugar, a ver cómo los demás jugaban!), me quedaba sola en clase.

Vaya si aprendí, los enfermos de artritis reumatoide aprendemos pronto el valor del esfuerzo, el valor de la imaginación, el valor del querer es poder…

Recuerdo mis 15-17 años con muchas dificultades físicas, para andar, para coger algo con mis manos inflamadas y doloridas (usaba férulas), para salir de marcha con mis amigas, para todo lo “normal” de una adolescente. Así que el día menos malo lo vivía intensamente, loca e intensamente. Sabía que tendría tiempo, más que suficiente, para abusar de la más absoluta cordura que, nuevamente, embarcándome en los libros perdería. Pues sí, aprendí bien el valor de estar sola cuando tus amigas están con chicos, riendo, bailando, y aún así, sacarle partido a mi “fiesta” particular.

En mi juventud aprendí lo que es sentir miedo al rechazo, lo que es el amor y el riesgo.
¿Podré trabajar sin que se den cuenta que, realmente, no puedo?, ¿Podría quererme alguien como yo soñaba e imaginaba?, ¿Podré tener hijos? Y si los tengo, ¿podré criarlos?  “Tengo miedo”, decía mi cabeza una y otra vez, “tengo mucho miedo”. Por aquel entonces todavía no me había dado cuenta que estaba siendo una persona muy afortunada.

Así que, a los 21 años, el amor llamó a mí puerta y, aunque quise convencerlo que se marchara, que le haría sufrir, al final dije SIIIIII. Un sí tan grande que diez meses después de casarme nació mi primer hijo y tres años después mi niña. Y es que el amor no entiende de enfermedades, de deformaciones físicas, de incapacidades.
Necesitaré varios post para hablar de esta etapa.

Recuerdo que, aunque, tenía épocas de mayor o menor actividad pero dentro de no estar bien nunca y a dosis “masivas” de tratamientos muy agresivos, continuaba mi caminar con ilusión y voluntad. Trabajaba siempre que podía. Recuerdo un año que trabajé en la tesorería de la seguridad social, no había ascensor y yo trabajaba en la primera planta. Contaba cada escalón, cada paso (como cuando iba al cole) hasta sentarme en mi mesa y programaba cuando tenía que levantarme (para ir al servicio, a desayunar, a lo que fuera) para diez ó quince minutos antes ir intentando mover mis piernas, mis rodillas. Trataba que nadie se diera cuenta de lo que me costaba. ¡¡Vaya si valoré lo que es ganarse el sueldo!!

Luego vino la etapa de las intervenciones quirúrgicas.
Recuerdo, hospitalizada de mi segunda cadera, tenía pánico, no quería volver a operarme, pasé mucho con la primera. El dolor, la rehabilitación, mis dos hijos pequeños…Lloraba por el pasillo de la planta de traumatología del hospital el día antes de la intervención y mi compañera de habitación paseó conmigo. Ella dijo…, “no te operes, si tienes tanto miedo no te operes”. La miré a los ojos y le dije: ¿tú y yo tenemos elección? Me abrazó y confié en que todo saldría bien y que lucharía con todas mis fuerzas para estar pronto con mis niños en casa.
 Los enfermos de artritis tenemos que confiar, que arriesgar, que luchar continuamente.
También necesitaré varios post para hablar de estos momentos.

Y resumiendo bastante, llegó a mi vida (sobre 1.996) la época de encontrar personas muy especiales a través de asociaciones y organizaciones de pacientes en las que sientes que ellos y tú son una sola persona, que hablamos el mismo idioma (gesticular, verbal, no verbal, emocional). Una sincronización a todos los niveles perfecta. Es diferente a tu familia, a tus amigos, es una conexión especial, como indico. Me han aportado y aportan tanto…

Recuerdo al Dr. Navarro que me dice un día “Apúntate a ASEPAR, puedes ayudar mucho allí”. Pues fue al contrario, Dr. Navarro, vaya si aportaron cosas positivas a mi vida. ¡ Qué cierto es que aprende más el que enseña que el que está allí para aprender !
Me volqué del todo en el movimiento asociativo, me atrapó tanta calidad humana, tantas sonrisas cómplices.

Llevo un tiempo, por motivos de trabajo, menos activa, en ese sentido, pero sin marcharme nunca del todo. No podría, es parte de mí y me apasiona ese dar y recibir mutuo, esa empatía, ese apoyo imprescindible, ese saber que no estás solo y esa cercanía, también, con los profesionales que, de un modo desinteresado, nos aportan mucho más que una asistencia sanitaria en consulta. Disfruto mucho en todas las actividades, jornadas, seminarios, congresos y otros que hacen que para nosotros sean momentos especiales.

Me siento una persona muy afortunada y siento que la vida, muchas veces, me ha dado, me está dando, más de lo que he imaginado.

A mis padres y hermana
A mis hijos
A todos mis compañeros de AR
Y a todas las asociaciones, profesionales y organizaciones que caminan junto a los enfermos crónicos,

Mª Ángeles Fernández