jueves, 24 de mayo de 2012

LA INFANCIA DE UNA NIÑA QUE NO SABÍA QUE ESTABA ENFERMA (1ª parte)

El otro día al leer el escrito de Encarni Durán, sobre su infancia, la dureza y tristeza de una niña enferma, empecé a pensar en cómo fue mi infancia. Y he aquí un resumen de la mía, aún sin saber que estaba enferma ni mucho menos que padecía una enfermedad a la que tardaron más de 30 años en poner nombre: ARTRITIS REUMATOIDE.

Mis primeros recuerdos son de una niña hija única, sola entre primos varones, con sus juegos, que en nada se parecían a los míos, yo siempre quería estar quieta en un sitio y que no me dijeran de moverme mucho...cuando jugábamos a indios yo siempre me quedaba en la “tienda” haciendo la comida, pero era por no ir y venir con ellos, entonces no lo sabia pero ya estaba conmigo el cansancio.

Luego empezaron los dolores en los pies, casi es mi primer recuerdo de dolor, siempre me dolían los pies, no los zapatos, en la cama, sin andar, sin apoyarlos también me dolían.

Pero aprendí una cosa, y es a no quejarme, a llevar mi dolor, desde muy pequeña en silencio.
Mi madre una persona egoísta, hipocondríaca y depresiva, ya tenia bastante con sus enfermedades, que hacia llevar a todas sus hermanas y vecinas, y a mi padre, de lado.

Isabel a los cinco años
Con cierta frecuencia se metía en la cama porque sí, y desatendía todo, sin una enfermedad que lo justificara. Me acostumbré a verla en la cama a temporadas, y a todos los demás haciendo lo que podían y, claro, no tenían tiempo para una niña pequeña que se sentía mal.

Mi madre, cuando se ponía mala, a mí no quería verme, me chillaba y me alejaba de ella. Uno de los recuerdos más dolorosos que tengo de mi infancia es que me escapaba a verla a su cuarto y me ponía a los pies de su cama, callada, mirándola, y cuando ella se daba cuenta que estaba allí, chillaba y llamaba para que me sacaran de su cuarto, me decían que las personas enfermas, se portaban así con quién más querían...nunca lo entendí y sigo sin entenderlo. Y a mi padre diciéndome: no hagas enfadar a la mamá. Pero si yo no hacia nada, una niña más callada que yo, siempre jugando y leyendo en mi cuarto sin apenas hacer ruido, para que no me sintieran y poder pasar desapercibida.

Cuando mi madre pasaba una buena, casi siempre corta temporada, normal, y yo le decía que me dolían los pies, y que los dedos se me estaban agarrotando que no los podía mover, siempre me decía que tenía los pies tan feos como la familia de mi padre. Asunto zanjado.

Luego empezaron a dolerme las rodillas y las muñecas, y en las Monjas llamaron a mi madre, porque en la clase de gimnasia no podía hacer ejercicios que las demás niñas hacían.Le dijeron que me llevara a mirarme las anginas, en esos años, todos los males de los huesos venían de las anginas.

A los 6 años me operaron de las anginas, aún recuerdo el pasillo de la mano de la enfermera, el frió del aparato al abrirme la boca y el dolor...

Luego el médico dijo que tenia reuma en la sangre, debido a las anginas que eran reumáticas, y que podría tener algún problema de corazón...nada más.

No fui a ningún médico más, con ir mi madre a todos los que se le ocurrían a ella ya tenía bastante.

Y aquí fui empezando a vivir callada en silencio con mis dolores, que no eran incapacitantes pero que no me dejaban, unos días –muchos- estaba bien, cansada pero bien, y otros me dolía “algo”, pero me acostumbré a vivir con ello y sobre todo a no decirlo.

Esto no quiere decir que no fuera feliz, lo era, no conocía otra cosa, tampoco sabía si eso era “normal”, me gustaba mucho saltar a la comba, pero aguantaba menos que mis compañeras, pues bueno me sentaba en el banco y veía como saltaban, corrían y yo iba despacio, nunca ganaba carreras, no era buena en deportes, pero a cambio de eso me gustaba mucho leer, sacaba muy buenas notas en redacción y leía mucho más que lo que nos mandaban.

Mis juegos eran los libros, entre no tener hermanos y no sentirme bien, mis libros fueron mis mejores amigos, leía a todas horas, en esas historias me sentía libre, feliz, podía correr, nadar, saltar, viajar...todo, en el sofá de mi casa o en la cama.

Mi madre que era muy estricta no me dejaba leer a la hora de la siesta, y mi padre me regaló una linterna, bendito regalo, mis dos horas de siesta debajo de las sabanas leyendo, esperando que bajara el sol para irnos a casa de los abuelos con los tíos y primos, a jugar y merendar y a volver a casa, cansadaaaaa, pero como no sabía como volvían los demás, no me sentía diferente.

Tengo que decir que no sé nadar, ni montar en bicicleta, lo que no aprendes de niño, de mayor con más dolores y mucho más miedo, no lo aprendes. Mis primos corrían con sus bicis, y yo les leía aventuras, que a ellos les daba pereza leer...

Siempre he sido buena contadora de cuentos, me meto en la historia y la vivo, luego de mayor también me gusta, a mis hijos les he leído mucho, he hecho cuenta cuentos en la Biblioteca y ahora a Antonino también le leo.

Los años fueron pasando, me fui haciendo mayor, nunca pude ponerme unos tacones, jamás. Y el cansancio nunca me dejó. Lo que pasa es que vivía conmigo sin saber cómo se vive sin él, nunca recuerdo no haber sentido esa sensación de no estar “agotada”.

Estudié, y trabajé un poco más de un año en una oficina, tampoco era un trabajo duro, me encantan los papeles y escribir a máquina, fue una buena época. La vida era distinta, no salía de noche, no salía de discotecas, iba al cine, y leía, siempre leía, hacíamos todos los años vacaciones y así fui haciéndome más mayor.

A los 20 años, hice un viaje a Italia, y eso fue más de lo que yo podía aguantar, iba con gente que tenia el doble y el triple de años que los míos, pero yo no podía seguir el ritmo de las excursiones, llegaba al hotel agotada, no cenaba, solo me acostaba...esa fue mi primera experiencia con la gente, yo no podía llevar el ritmo de los demás y ellos no podían llevar el mió.

Solución: no salir con gente. Otra secuela más de esta enfermedad que no tenía aún nombre: la soledad.
Los dolores se iban incrementando pero no eran seguidos ni siempre los mismos, unas veces era una mano, otras un codo, pero no me impedían hacer mi vida “normal”.

Cuando empecé a salir con el que sería el padre de mis hijos, allí si que cambiaron las cosas, salían en el pueblo más de lo que yo nunca había salido, estar hasta las 2 o 3 de la mañana, sentada bebiendo, nunca he bebido alcohol, era un castigo y si se trataba de bailar en las fiestas del pueblo...ya ni os cuento. Me encanta la música pero bailar tengo mucho miedo a que alguien sin querer me pise o me dé un empujón, huyo de las aglomeraciones, cualquier golpe puede causarme un terrible daño...Aquí sí se amplió la diferencia con la gente que no estaba enferma...

Yo era la rara, porque me quería ir la primera a casa, la aguafiestas, la que no me adaptaba...y muchas, muchas demasiadas veces aguanté lo que no podía. Nunca aún había pronunciado la palabra enferma, quizá porque no sabía que lo estaba. Y casi, casi, hubo una época que me creía que era diferente a los demás...y no sabía que podía hacer para hacer lo que hacían los demás...Una época dura.

LA ARTRITIS vivía conmigo, pero no tenia nombre. Fui una niña feliz porque no conocía otra cosa, fui una joven que notaba, cada vez más la diferencia con los demás, y me convertí en una mujer, nunca insegura, pero sí diferente con los demás, no sabía el porqué pero no era igual, ni mejor ni peor, pero no igual. Si tenía que salir por la noche, me acostaba por la tarde todo lo que podía y al día siguiente no me tenía, y veía a los demás activos, con ganas de hacer más cosas, y sin la palabra cansancio en su vocabulario. Yo tampoco la pronunciaba, pero iba conmigo como una segunda piel, la cual no sólo no me a ha abandonado sino que ha ido aumentado, pero eso es otra parte de mi vida.

En otro escrito, describiré mi etapa adulta, la de madre.

Isabel Sevilla Moreno.